Exorcisar el dolor.
Por Valeria González
Revista El Gran Otro. 2013
Definir
al artista como sismógrafo es postular que existen subjetividades sensibles a
los temblores del suelo, capaces de dotar de discurso al habla muda de las
cosas. Los medios no se interesan por el movimiento constante de la corteza
terrestre. Prefieren registrar los cataclismos, y apelar al asombro de lo
repentino y gigantesco. Lo mismo sucede con las transformaciones sociales. La
imaginería catastrófica presenta los momentos de crisis como si fueran súbitos
terremotos, impidiendo ver sus hilos más profundos y longevos. La crisis de
2001 marcó un vuelco en el trabajo de muchos artistas argentinos. Sin embargo, como
en las erupciones del magma terrestre, lo que salió a la luz estaba
acumulándose y aguardando, hacía tiempo, su oportunidad.
La
obra de Luján Funes cobró visibilidad a partir de 2002. Aquí se reproducen
cuatro momentos significativos de su camino: el archivo analítico de suelas de
zapatos gastadas, la personificación de La
Señora a través de una instalación de cartas, fotografías y objetos que
pertenecieron o pudieron pertenecer a una dama de vida acomodada que acabó
echada en mercados de pulgas, ¿Porqué
sufrís, Funes?, un trabajo performático en el que la artista, envuelta,
como Joseph Beuys, en una capa protectora de fieltro, exorciza el poder dañino
de los diarios tapándolos con tinta, y Cuerpo
de mujer donde el poder dañino de las revistas femeninas es clausurado en
lápidas de cerámica.
¿Qué
hilos anteriores, qué desconocidos derroteros, qué desplazamientos y fracturas
precedieron o se dieron encuentro en esta obra que parece desplegarse, firme y
continua, en la década que sucedió a la última gran crisis argentina? Estas
preguntas guiaron una larga conversación con Luján Funes, cuyo relato abreviado
intentamos plasmar aquí.
Los
diarios entintados y las revistas de cerámica devienen obras visuales a través
del mismo acto que impide la lectura. Este conflicto entre lo visible y lo
legible nos llevó al inicio mismo del camino. Luján recordó el primer
escenario, el taller de escultura de Enio Iommi. Y cómo allí, la aparición de
la escritura marcó también el primer corte. Recordó obras con pizarrones y
lápices gigantes, animados por proyecciones o movimientos pendulares. Recordó
el prolífico adiós del maestro: por aquí
ya no puedo seguirla. No sólo se trata de un hilo que puede conducirnos hasta
algunas obras recientes. De allí en más, ni la escultura ni otro medio
definieron de antemano la labor de Luján Funes. Ella se abocó a encontrar, para
cada idea, el lenguaje necesario.
Una de
esas búsquedas la llevó al estudio de las técnicas de grabado. La tinta que
después cubriría los diarios surgió muchos años antes. Luján se recuerda
tiñiendo de azul trapos bastos o deshilachados, fingiéndolos útiles para una
bandera argentina. Recuerda también que el trabajo causó disgusto en su grupo
de clínica de arte. Comenzó a recolectar guardapolvos de trabajo en tiendas de
segunda mano. Los creía testigos del desempleo creciente. Finalizaba la década
de los 90. Si con color azul había redimido viejos trapos, luego la tinta se
volvió más agresiva: en una serie de monocopias, el blanco guardapolvo fue
sacrificado en función de su huella. Me dijo que la impresión cenital le
evocaba la muerte.
Acopiadora
incansable de cosas que parecen no importarle a nadie, comenzó también a juntar
suelas gastadas. “Del guardapolvo al juntapolvo”, dijimos, como en broma. El
cambio más determinante no fue pasar de un objeto mudo a otro más locuaz, sino
la transformación definitiva de la bioquímica Luján Funes en artista. Si en las
monocopias había realizado un ritual de sacrificio del uniforme de trabajo, con
la invención del E.R.A.S. (Ente Regulador de Análisis de Suelas),
ella transmutó en arte la energía de su saber científico. Una institución
ficticia le otorgó el poder de dedicar los protocolares métodos del análisis
taxonómico y diagnóstico a un montón de zapatos rotos.
En
2003, el E.R.A.S. fue exhibido en el
Centro Cultural Borges. A través de cientos de –aparentemente lacónicas-
etiquetas de laboratorio, aparecían destellos de vidas probables y, entre
todas, testimoniaban, desde la ficción, la realidad de una trama social también
deteriorada.
En
2004, mediante una invitación del Museo Nacional del Grabado, llegó el momento
de presentación al público de La Señora.
Sin embargo, la dama ya habitaba, hacía años, en el domicilio de Luján Funes.
Había crecido de tal manera que ya se disputaban entre ellas los espacios en
las habitaciones, los armarios, los estantes de la casa. Luján la guardaba como
un rehén secreto, cautelosa de que una señora de alta clase resultara
inapropiada en una Argentina ya sumida en la crisis y la pobreza.
En
efecto, como los estereotipos suelen tentarnos con sus clasificaciones fáciles,
la percepción del contraste social entre las suelas rotas y la elegante dama que
viajaba a Europa, fue inmediata. En 2008 (las dos estábamos presentes), Ticio
Escobar escuchó a Lujan contar cómo limpiaba una a una las suelas, antes de
guardarlas en sus bolsitas impecables; la escuchó también contar las cosas que
“le” compraba a la señora, cosas que necesitaba o que podrían agradarle. Para
él lo esencial no radicaba en los “temas”, sino en la cualidad de atención
amorosa dispensada, de igual manera, a las suelas anónimas o a esa señora
afortunada y olvidada. No se trataba, por supuesto, de los rasgos de
personalidad de la señora Lujan Funes sino de una obra de arte cuyo eje
consistía en la creación de un personaje (al que luego llamaría, por supuesto,
Funes) destinado a sufrir y a reparar el desamparo, en sus formas más diversas.
Volvimos, nuevamente, al corte inicial. Al abandonar el taller de escultura, ya
desde los trapos y los guardapolvos, lo que la artista hacía era rescatar cosas
y dispensarles cuidado.
Portar
el apellido de Ireneo Funes le dio permiso suficiente para apropiarse del
desdoblamiento del nombre de “Borges y yo”. También él plantea un escenario
ficticio donde la persona que escribe mira al personaje-autor creado por su
obra y se lamenta. Pero allí donde el atributo de Borges es la pública
solemnidad, el de Funes es el sufrimiento. Un último recuerdo. El traje de
fieltro que protege a la sufriente Funes de las noticias nos condujo otra vez
al guardapolvo y la asepsia del laboratorio. Y también, al fracaso con que
Luján interpela la verdad de la ciencia y, más aún, a la verdad que Joseph
Beuys creía poseer y transmitir a su público a través de sus rituales
terapéuticos. Porque el dolor es el lugar irreductible donde naufraga el
lenguaje.